miércoles, 15 de enero de 2014

Escribir que no se puede escribir también es escribir (reflexiones en torno al libro que leo para que no se me olvide que lo leo)

Todos conocemos a los bartlebys, son esos seres en los que habita una profunda negación del mundo.
Pienso en uno particularmente, uno que acomodaba las palabras en su mente como si desarrollara formulas matemáticas cuyo resultado finalmente le parecía trivial, e indigno, y acababa no escribiendo nada. Pasaba todo el día inmóvil desarrollando estas operaciones poético-físicas de las que nunca hubo ni habrá evidencia. 

Hace tiempo ya que rastreo el amplio espectro del síndrome de Bartleby en la literatura, hace tiempo que estudio la enfermedad, el mal endémico de las letras contemporáenas, la pulsión negativa o la atracción por la nada.
Yo no lo rastreo, lo padezco vergonzosamente, doy patadas de ahogado para no hundirme en el total silencio pero el hecho es que  no escribo. Traduzco, finjo que escribo, sueño que escribo, pero no escribo una sola palabra digna.


Sólo de la pulsión negativa, solo de laberinto del No puede surgir la escritura por venir.
Pienso que Vila-Matas una vez más le dio al clavo. Pienso en esos jóvenes escritores que se hacían llamar poetas en las fiestas y llenaron la literatura de su porquería, y pienso en esos otros, (de los que seguramente hablaba  Bolaño) que renunciaron al título, que dejaron de escribir cuando se dieron cuenta de que todo estaba podrido, que se guardaron en el rincón de la edición o la corrección de estilo.  Pienso que en ellos estaba la literatura de mi generación, en ellos está la literatura de mi generación,  negada, escondida, sellada, y esta vez no hay  Pandora que abra la caja.

Copian, transcriben escrituras que los atraviesan como una lámpara transparente. No enuncian nada especial. No intentan modificar.
En esta frase casi pensé que hablaba de los malos traductores.

Vila-Matas cuenta la consabida historia de que Rulfo, cuando le preguntaban porque dejó de escribir decía: 'Es que se murió el Tío Celerino, que era el que me contaba las historias'. Dice también Vila-Matas que el pretexto de Rulfo para no escribir es su favorito de entre los pretextos de los escritores del No.  Pero yo creo que él entendió mal todo. Yo creo que Rulfo (como ya Vila-Matas sospecha) era un genio-copista pero estoy segura de que el Tío Celerino no es ningún pretexto y que el único y genuino escritor del No era precisamente el tío, que nunca escribió nada, que seguramente se negaba a hacerlo, y de quien no sabríamos nada de no ser por el gran plagiario de su sobrino.

El narrador del libro se reconcilia con la labor de copista, y al mismo tiempo yo me perdono un poco ser traductor porque 'Ser copista, además, es tener el honor de pertenecer a la constelación Bartleby'. Yo también soy un Bartleby...

hasta aquí por hoy






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